Los hindúes creen que la corta vida de la mayoría de sus dioses apenas alcanza 38.000 años humanos, lo que equivale a entre 100 y 108 años divinos. La vida del rey de los dioses, Indra, se calcula en a lo sumo 306.720.000 años, comprendiendo 71 grandes ciclos del mundo. Pero esto último no supone más de 48 minutos de la vida de Brahma o Siva. Cuando ha pasado un día de Brahma, tiene lugar una disolución transitoria del mundo y una nueva creación a la mañana siguiente. El proceso seguirá hasta que también la vida de Brahma llegue a su fin. Brahma tiene entonces 120 años y vuelve a entrar en el ciclo de los nacimientos, mientras que simultáneamente termina un día de Visnú y comienza una noche de Visnú. Según nuestro cómputo del tiempo, habrá pasado entonces más de 795 billones de años. Y algunos textos afirman que esto es sólo un abrir y cerrar de ojos del eterno Visnú.
Hans Khün. El Cristianismo y las Grandes Religiones.
La noche era fría. Mientras arrastraba sus pasos por la senda de montañas, el hombre notaba como las carnes de sus pies desnudos se iban abriendo por el constante roce de los guijarros y la maleza. Tras largas jornadas vislumbró, a lo lejos, un conjunto de tenues luces formando lo que parecía ser un pequeño poblado. En el horizonte, los reflejos del agua hacían confundir la tierra y el cielo. Por fin había llegado al mar.
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El Gordo Jonás se entretenía charlando con los escasos clientes de la vieja taberna que regentaba, reconvertida en pensión para marineros. Salió brevemente a arrojar a la calle el agua ennegrecida usada momentos antes para fregar el suelo de madera del local. Al levantar la vista pudo entrever una extraña figura que, proveniente de las cercanas montañas, se acercaba por el viejo camino de los pastores. Arqueó las cejas y volvió a entrar en el establecimiento.
- Parece que tendremos visita -anunció con su potente voz de barítono sin dirigirse a nadie en particular.
Los tres o cuatro parroquianos, viejos lobos de mar, ya borrachos o en camino de estarlo, cesaron en sus gritos y risas, y se concentraron expectantes en la puerta de la taberna. Era extraño recibir visitantes en aquella fría y húmeda época del año. El poblado no era precisamente un lugar recomendado por las guías turísticas.
Momentos después la puerta se abrió.
Ante sus ojos se encontraba un hombre extraño. Aunque joven aún, sus facciones mostraban una existencia dura y tal vez llena de desdichas. Su aspecto era espantoso. Parecía un indigente o quizás, pensaron algunos con temor, un preso huido recientemente. Tenía el pelo largo, enmarañado, y sus vestimentas estaban raídas y sucias. En sus pies descalzos se podían ver rastros de sangre. Pero, sin embargo, lo que más llamó la atención de los concurrentes fueron sus ojos. Parecían de un color imposible en una cara humana. Eran verde agua, tan intensos como el profundo mar que tantos secretos guarda.
- ¿Se le ofrece algo, amigo? –el Gordo Jonás rompió el silencio.
- ¿Tiene una cama? –respondió el forastero con un hilo de voz.
- Bueno eso depende. Si tiene dinero para pagar, tal vez le proporcione al señor una suite para pasar la noche –el Gordo Jonás no pudo evitar un tono de sarcasmo ante aquel desconocido por el que sintió, nada más verlo, un profundo asco. Pero el negocio era el negocio, y por dinero sería capaz de alquilarle una habitación, sin hacer preguntas, a la mismísima parca con guadaña incluida.
- No se preocupe por el dinero. Le pagaré por adelantado –contestó el hombre, ignorando los comentarios y las risas que había provocado en la reducida concurrencia. Se acercó al mugriento mostrador que hacía las veces de barra de cantina.
- ¿Y cuántas noches se quedará con nosotros el caballero? –preguntó sarcástico uno de los pescadores borrachos, continuando la broma de su anfitrión y sin dejar de jugar a las cartas con sus compañeros.
- Sólo ésta noche –respondió el desconocido dirigiéndose al tabernero-. Sólo ésta.
El tabernero ajustó la cuenta y el hombre le pagó, sacando el dinero de una bolsita que le colgaba del cuello.
En aquel momento se oyó un ruido infernal. Pareció que todos los cristales del poblado se hubieran roto a la vez. Instintivamente, todos miraron a la puerta del establecimiento, lugar dónde se había producido el estruendo.
- ¡Joder, Vito! ¡De verdad que eres idiota! –gritó el tabernero al responsable del estrépito, un chico joven de unos trece o catorce años que había tropezado con el pequeño escalón de la entrada, tirando por los suelos una caja llena de botellas de un oscuro licor. El joven también había rodado por el piso y presentaba un corte en su mano derecha-. ¿Qué coño has hecho?
- Lo siento... lo siento. Yo... tropecé.
- Siempre lo mismo. No sirves para nada –contestó iracundo el tabernero-. Le das el cambio mal a los clientes, y encima siempre de más, llegas tarde todos los días y ahora, además, me haces añicos una caja de vino. ¿Qué voy a hacer contigo?
El joven farfulló una excusa de nuevo.
- Anda muchacho, vete y que tu madre te mire la herida de la mano –le dijo uno de los parroquianos.
El joven se marchó cabizbajo.
El tabernero, dando un resoplido, cogió el cubo y la fregona y se dispuso a recoger los restos del accidente, a la vez que comenzaba una retaíla de quejas sobre el joven.
- Este chico es tonto. Pero claro, es mi sobrino y que le voy a hacer, la familia es la familia. Es un pobre inculto que no sabe ni leer ni escribir. Mi hermana perdió al marido en la mar y, al quedarse viuda, necesitaba que el hijo trajera el pan a casa y lo quitó de la escuela...
- Bueno... –empezó a hablar el desconocido que durante los últimos minutos había dejado de ser el centro de atención. Todos le miraron expectantes-. No hay nada que merezca la pena conocer que pueda ser enseñado.
Todos se miraron brevemente unos a otros.
- ¿Qué? -preguntó el tabernero.
- Quiero decir que lo verdaderamente importante no se aprende en ninguna escuela. Te lo enseña la vida –se quedó callado por un instante y, al comprobar las sorprendidas miradas de la audiencia, dijo unas últimas palabras en tono de excusa-: Lo siento, sólo era una frase que leí en un libro.
- ¿Y un hombre tan ilustrado cómo es que lleva esa facha? –le interrogó con su potente voz el tabernero, al tiempo que le lanzaba una mirada de desprecio.
- No, yo... –hubo una pausa-. No tiene importancia, fue sólo un comentario. Si no le importa me gustaría ir a mi habitación...
- Por supuesto, por supuesto, por aquella puerta, la primera a la derecha subiendo las escaleras –el tabernero se acercó al desconocido con los restos de los cristales rotos, cuando éste se disponía ya a retirarse a su dormitorio. Cuando llegó a su lado, lo cogió del brazo y le dijo en un susurro-: Oiga, amigo, si quiere compañía le puedo proporcionar una amiguita para esta noche...
El hombre lo miró a los ojos y, sin decirle nada, dio media vuelta y se introdujo por la puerta que conducía a su cuarto.
- Que tipo más raro. ¡Gordo! ¡Hay que ver a la gentuza que tienes por clientes! –gritó uno de los parroquianos, lo que provocó de inmediato las carcajadas de todos los presentes.
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El hombre se encontraba por fin sólo en la alcoba, si se podía denominar a aquel mugriento cubículo como tal. Pero las incomodidades no le molestaron. Lo que realmente no soportaba era el contacto con la gente.
Se desnudó, apagó la luz y se introdujo en el camastro. Pensó brevemente en el día siguiente, el último de su vida. Sin saber muy bien cómo, sus pasos le habían dirigido hacia aquel pequeño poblacho que casi no recordaba; el lugar donde había nacido y que ahora sería testigo de su muerte. Pero enseguida cerró los ojos y muy pronto cayó en un profundo sueño.
No sabía cuanto tiempo llevaba durmiendo, pero le despertó una extraña sensación de presencia. Sin duda alguien había entrado silenciosamente en la habitación. Por un momento se quedó paralizado. Todo estaba completamente a oscuras. Puso toda la atención en lo que podía escuchar...
En efecto, no estaba sólo. Podía oír como algo o alguien se deslizaba por el cuarto. El momento de pánico llegó cuando notó cómo una sinuosa forma se introducía por un lado de la cama.
- ¿Quién eres? –preguntó sobresaltado a la figura.
El hombre se llevó una sorpresa. La respuesta que obtuvo le fue dada por el cálido aliento de una voz femenina que le susurró al oído: <<no digas nada, cariño, lo vas a pasar muy bien>>, mientras sentía como una suave mano se deslizaba hacia abajo por su cuerpo.
<<No es posible>>, pensó el hombre, <<no acepté a la mujer que me ofreció el tabernero>>. Le pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel interpretara su silencio como le vino en gana, con la intención de que una vez la chica estuviera en su cama, él no la rechazaría y así podría cobrarle unas monedas de más a la mañana siguiente.
- Mira, no te he mandado llamar. Ha sido una confusión... –farfulló el hombre-. Quiero estar sólo –la última frase pareció más una súplica que una orden.
Por un momento la mujer se quedó quieta, indecisa, pero casi de inmediato se volvió a acercar a su oído y le musitó: <<Relájate, amor, no pasa nada...>>, a la vez que sintió la tibieza de aquel cuerpo ajustarse al suyo.
Ni siquiera podía ver a la mujer que estaba con él, pero su aroma y sus caricias excitaban su imaginación más que cualquier vaga imagen. Prefirió no encender la luz. Tenía miedo de que el ideal que hasta ese momento había construido de ella, se desvaneciera como la sal en el agua. En aquel momento supo que no podría salir de aquella cálida red y se dejó llevar por la marea de embriaguez y de olvido...
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Se despertó muy temprano. Estaba amaneciendo y, de inmediato, miró a su alrededor. La mujer ya no se encontraba allí. Se vistió con sus ropas, apenas unos harapos, y salió a la taberna. Le sorprendió que el tabernero ya estuviera levantado atendiendo a algunos pescadores. Pero comprendió que los hombres de la mar son duros y fuertes, y por muy tarde que se vayan a la cama tras una noche de vino y cartas, a la mañana siguiente están frescos para un nuevo envite con el destino, donde lo que esta vez se juegan es la supervivencia de su familia y la propia vida.
Tuvo que soportar la socarrona mirada del Gordo Jonás cuando le saldó el importe de la inesperada visita nocturna. Sin decir tan siquiera una palabra, salió del establecimiento mientras escuchaba tras de sí las risas de los parroquianos, entre las que destacaba, grave y profunda, la carcajada del tabernero. Sin embargo, nada en aquel momento podía afectarle. Sabía a lo que había venido a aquel lugar y ninguna circunstancia le desviaría del rumbo que había decidido tomar. Se concentró en sus propios pasos y dejó vacía su mente.
El camino que seguía era cada vez más árido. Más adelante, muy cerca ya, se podía vislumbrar la línea de la costa precedida por las rocas de los acantilados. Cuando llegó a ellas se detuvo y contempló la infinitud de la mar hasta caer en un estado de profundo ensimismamiento.
Fue entonces cuando lo escuchó. No muy lejos, a su derecha, alguien lloraba. Era el desconsolado y apagado llanto de un muchacho. Se acercó algo más y lo vio. No pudo evitar acercarse hasta aquella figura que aún no había notado su presencia. Allí, desmadejado, sentado en el suelo con la cabeza hundida entre las rodillas, había un joven.
- ¿Que te ocurre?
El muchacho se sorprendió al comprobar que lo estaban observando. Rápidamente se calló, como si la orden que impide llorar a los hombres en público, impregnada en el cerebro masculino por años y años de educación, hubiera actuado veloz y eficazmente.
- ¿Quién eres tú? –preguntó, a la vez que con la manga de la camisa se secaba, azorado, las lágrimas que empañaban su rostro.
- Nadie... Dime, que puedo hacer por ti... –casi se arrepintió de haber dicho la frase nada más pronunciarla. El joven lo miró y no pudo evitar volver a caer en un sollozo ahogado.
- Mire usted. Mi padre me va a matar. Él está enfermo en casa y esta noche he salido por primera vez yo sólo a faenar. Pero al echar las redes, se me fueron de las manos y se han hundido. No he podido hacer nada y al no haber pesca, no habrá jornal. Hoy no se comerá en mi casa y mi padre no confiará más en mí. Es una desgracia...
El hombre sintió lástima del infortunio del joven. Sin decir nada, echó mano de la bolsita que le colgaba del cuello y la abrió, depositando en la palma de su mano su contenido. Rebuscó entre las escasas monedas y cogió un pequeño objeto dorado.
- Toma, a mi ya no me hará falta –le dijo, mientras ponía algo pequeño y frío en las manos del joven que lo miraba sorprendido desde el suelo-. Compra una buena red y con lo que te sobre, dile a tu padre que es el jornal que has sacado hoy por la venta de lo que has pescado –y sin decir más, dio la vuelta y empezó a caminar dejando al joven sólo.
El muchacho abrió la palma de la mano y vio un pequeño anillo de oro. Se trataba sin duda de una alianza de matrimonio. La miró con atención. Tenía un pequeño grabado que representaba a un pez. Se la guardó en el bolsillo y echó una última ojeada a la figura que se perdía a través de las rocas, bajando hacia la orilla de playa.
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<<El mar es tan inmenso>> pensó el hombre, y de inmediato le asaltó otra idea: <<y tan profundas sus aguas>>. Tuvo la absoluta certeza de que desde mucho tiempo atrás, a partir de aquel lejano día en que se quedara sin motivos para vivir, todos sus pasos le habrían conducido, tarde o temprano, hacia aquel lugar. Y sabía que por delante se encontraban los últimos que le quedaban por dar. Los pasos que le llevarían a la aniquilación de su vida. Desde aquel nefasto día, tomó conciencia de la estremecedora soledad de la que él mismo se sabía culpable y supo que ya nunca tendría fuerzas para volver a establecer ningún lazo con ser humano alguno. Decidió que sólo existía una única forma de expiar su culpa y acabar con el agrio remordimiento. Había llegado a la determinación de que no deseaba dejar nada suyo sobre esta Tierra. Como si nunca hubiera nacido, no quería dejar huella en este mundo. Tal había sido su único pensamiento en los últimos tiempos. Tan sólo deseaba alcanzar la extinción total, no sólo la de su vida, sino la del recuerdo de toda acción que hubiera realizado durante ella.
Avanzó hacia el mar y se internó en sus oscuras aguas. <<Todo está bien. Todo se ha cumplido. Todo ha ocurrido y ocurrirá en un abrir y cerrar de ojos>>, fueron sus últimos pensamientos, mientras el mar se tragaba su existencia y su memoria.
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El Gordo Jonás se encontraba haciendo recuento de las existencias de la cantina. Debía tener claro qué le era necesario encargar a los distribuidores, que sólo venían una vez al mes a aquel remoto pueblo. Repasaba, lápiz en mano, las anotaciones que acababa de tomar. A su lado, el joven Vito, absorto en sus pensamientos, deslizaba arriba y abajo un dedo por la cicatriz de su mano derecha.
- A ver, quedan tres cajas de cerveza, tres de coñac y dos de vino... –Paró de contar-. ¡Vito!, ¡despierta, coño!, ve al almacén y mira qué vino es el que queda, para no pedir la marca esa de mierda que nos enviaron la última vez. Hay que tener cuatro ojos con la gentuza de los distribuidores. Te meten gato por liebre sin que te des cuenta y te lo cobran como si fuera vino de rosas.
El joven, agitado por la orden, hizo el ademán de dirigirse al almacén, pero nada más iniciarlo se paró en seco. Miró al Gordo Jonás azorado.
- Tío, no sé...
- ¡La madre que te parió, Vito, que es mi hermana!
- Es que no puedo...
- Si, ya, lo había olvidado. No distingues la “A” de la “Z”. Bueno, ya lo miraré yo. Esto me pasa por bueno y por meter en el negocio a gente de la familia. Sobre todo si son tan borricos como tú. Pero la culpa la tuvo tu madre por quitarte del colegio.
El joven Vito miraba avergonzado al suelo y escuchaba callado los reproches de su tío.
- Pero bueno, qué se le va a hacer –continuó el tabernero-, para algo valdrás. Si te sirve de consuelo, y ahora que se me viene a la cabeza –se puso solemne-, una vez leí que no hay nada que merezca la pena saber que pueda ser aprendido…, o enseñado..., o algo así. ¿Ves Vito? Esas son el tipo de cosas que se aprenden en los libros.
Vito lo escuchaba sin decir nada. Él sabía que aquello era una mentira de su tío al que no había visto leer nada que no fueran las comandas y un par de revistas con muchas fotos de mujeres desnudas y poco texto que guardaba encima de un estante de su cuarto.
- Nada, que no te enteras ¿verdad? Total, lo que quería decir quien escribiera eso es que la vida ya te enseñará algo, espero, y que el colegio es una mierda, más o menos. Pues eso. Y mientras yo seguiré aguantándote. ¡Anda haz algo y recoge esas cajas!
Algunas horas después, el muchacho salió de la taberna. Por aquel día ya había terminado de ayudar a su tío, y éste le había pagado el escaso salario que le asignaba. Tenía una idea en la cabeza. Como había salido temprano, decidió ir a un lugar que jamás había visitado con anterioridad.
Simón, el librero, vio aparecer una figura titubeante por la puerta de su negocio. Le reconoció. Era Vito, el sobrino del Gordo Jonás, un chico un poco bobalicón y bastante tímido que, como era de conocimiento general, no sabía leer ni escribir, aunque eso no era sorprendente en un poblado de pescadores donde casi todos eran analfabetos. <<Triste venta voy a hacer hoy. ¿En qué momento se me ocurriría abrir una librería en este poblacho inculto? >>, se le pasó por la mente al librero.
- Hola, hijo, ¿qué se te ofrece?
El chico miraba los libros con unos ojos de admiración y curiosidad. El único libro que había visto en su casa era una Biblia y sólo su difunto padre podría haberla leído, cosa que probablemente tampoco hubiera hecho jamás.
- Hola, Simón. Venía por un libro.
- ¿En serio? ¿Alguno en especial? –preguntó sorprendido Simón.
- Bueno, no sé...
- Y... ¿qué interés es ese de ahora por los libros, muchacho? Tu no sabes leer ¿no es así? –dijo el librero acercándose al joven que, azorado, desvió la mirada al suelo-. Vaya, vaya, ¿no será para un regalo, no?
- Si... –mintió el muchacho.
- ¿Y para quién es? Para tu tío, no creo. <<Ese no leería ni los ingredientes del champú mientras evacua sobre el retrete>>, pensó para sí el librero-. Ni para tu madre... ¡Ah!, me parece que lo entiendo. Es para alguna jovencita, supongo.
El joven no respondió, lo que convenció al librero de que su intuición había sido correcta.
- Muy bien, ¿y qué libro quieres en especial? –preguntó Simón, obteniendo como respuesta un encogimiento de hombros del muchacho-. Bien, bien, como es una cuestión amorosa, creo que es probable que tenga algún libro que te pueda servir –se retiró al interior de la librería y se dirigió a su biblioteca personal. Desde luego no tenía ningún libro romántico entre los que estaban a la venta. ¿Quién iba a pedir un libro así en un pueblo como aquel? Decidió tomar alguno de los suyos personales. En el fondo, le hacía gracia ver a un joven enamorado regalando libros a una jovencita que probablemente no llegaría nunca a comprender ni de qué iban. <<Bueno, a ver si estos jóvenes se acostumbran y se pone de moda>>, bromeó consigo mismo el librero.
Al poco rato reapareció con un libro, ya usado, como podía comprobarse por las tapas gastadas y las hojas, amarillentas y abiertas.
- Aquí lo tienes: El Gigante Egoísta y otros cuentos. He pensado que un libro de cuentos será lo mejor para una chiquilla de tu edad. Bueno, te lo dejaré barato por ser el primero que compras.
Minutos después el joven Vito salía del local con su reciente adquisición. Corrió hacia su casa y, como una exhalación, sin tan siquiera saludar a su madre, se encerró en su cuarto. Abrió las páginas del libro. Ante él aparecieron extraños símbolos imposibles de descifrar. Sólo reconocía las letras que formaban su nombre, <<V-i-t-o>>, ya que se las habían enseñado en el breve periodo de tiempo que estuvo en el colegio, siendo muy niño, antes de que su madre lo sacara de allí para trabajar con su tío.
El muchacho se llevó horas escudriñando el libro. No tenía ni idea de lo que en él se decía. No podía soportar la idea de no conocer qué enigmático mensaje se escondía bajo sus finas tapas. Cerrándolo, lo guardó bajo el colchón de su camastro. Había tomado una decisión. En sus ojos se vislumbró un destello de futuro: costara lo que costase, aprendería a leer y a escribir, y desentrañaría el misterio de los libros.
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El joven pescador reía para sí, mientras recogía las redes rebosantes de peces. En ese momento, era la persona más feliz del mundo. Había podido confirmar, no sólo a su familia, sino sobre todo a sí mismo, que era un excelente pescador y un merecido continuador de la saga familiar, compuestas por pescadores desde tiempos inmemoriales. Desde que su padre, ya mayor y entumecido por la humedad tras toda una vida trabajando en la mar, dejara el oficio en manos de su único hijo, la pericia del joven había hecho que las ganancias familiares, sin dejar de ser modestas, aumentaran significativamente. Los peces parecían saltar a las redes del muchacho y era la envidia, más o menos sana, de toda la cofradía de pescadores.
Había podido reunir lo suficiente como para que en un futuro muy próximo, tal vez en un par de años, pudiera llegar a comprar su propia embarcación, un poco más grande, soñaba el muchacho, que la que había heredado de su padre. También se había permitido desempeñar el anillo que le diera aquel desconocido y que le salvara de la vergüenza de su primera faena en la mar en solitario. No obstante, aquel anillo le había durado poco.
Recordaba, mientras no dejaba de trabajar, cómo cierta noche de tormenta, volviendo de faenar, se enteró de que Juan “el Negro”, uno de los pescadores más veteranos del gremio, se había perdido en el océano. Su esposa e hijos lloraron y esperaron en vano la vuelta de la barcaza en el horizonte. Pero ésta nunca llegó. Además de mujer y tres hijos, dejaba una deuda imposible de saldar para su familia. Normalmente la cofradía se hacía cargo de las deudas en caso de que la mar se llevara a algunos de sus miembros, pero no se ocupaba de aquellas que habían sido contraídas por el juego, amén de que la cantidad a la que ascendía era, sin ser una fortuna, lo suficientemente cuantiosa para que todos se desentendieran y dejaran en la estacada a la desconsolada viuda.
Entonces recordó el anillo; aquel pequeño talismán que con tanto cariño había guardado hasta el momento. Una tarde se acercó a la casucha de la afligida familia y, sin mediar demasiadas palabras, les dio la alianza de oro. Lo consideró una especie de herencia: él había recibido aquel regalo en un momento de necesidad y ahora era justo que pasara a otras personas que sufrieran una situación parecida. Nunca podría olvidar la mirada, mezcla de gratitud y extrañeza, de aquella familia.
Sonrió satisfecho. A través de las aguas, podía ver los reflejos plateados de las sardinas que prácticamente rebosaban de la pesada red de la que tiraba con esfuerzo.
- Venid con papá, pequeñas –canturreó.
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La muchacha hacía cuentas y no había forma de que le cuadraran. Se levantaba la camisa y miraba preocupada su vientre desnudo donde aún no se notaba ninguna señal de lo que se avecinaba. Calculaba y repasaba las fechas, a fin de descubrir quién pudiera ser el padre de la criatura. Pero no lograba adivinarlo. Tras algunos minutos, creyó llegar a concretar la semana de la concepción, pero precisamente aquellos días fueron de buena pesca y a algunos marineros les gustaba celebrarlo con un buen revolcón.
Aún con dudas, había reducido los candidatos a nueve. Con un gesto de contrariedad volvió a mirar su barriga. Allí no se notaba nada, pero sabía que en su seno, la danza de la vida había comenzado y un nuevo ciclo de existencia estaba teniendo lugar.
<<Bueno, tal vez sea el momento de que me corte la coleta y me preocupe por planificar cómo voy a mantener al bebé de una manera decente>>, pensó la mujer.
Llegó a la certeza de que nunca sabría quién sería el padre.
Se miró por enésima vez el vientre y sonrió.
Lo que tampoco sabía en ese preciso momento era que su hijo tendría unos excepcionales ojos color verde agua, tan intensos como el profundo mar que tantos secretos guarda.
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